martes, 29 de noviembre de 2011

Los senderos del terror (II)

Partiendo de este punto, centrándonos en los conceptos de mayoría-minoría y desconociendo dónde nos englobamos, vamos a tratar de establecer unos principios mínimos que han de ser respetados por ambos grupos y que deben asegurar los derechos de todos.
Ante el total desconocimiento de nuestra situación y poniéndonos primeramente en el punto de vista de la minoría, se podría establecer una máxima (indiscutible) que exigiera el máximo respeto de la mayoría hacia la minoría, atendiendo a nuestra condición. Esta máxima, junto con el consabido estado democrático, conllevaría indudablemente derechos para todos (incluyéndonos) tales como la libertad de expresión, el derecho a manifestación, defensa de los ideales políticos, el derecho a convencer a los demás de dichos ideales... Nadie podría perjudicarme por el hecho de ser una minoría y si mi voz tiene especial resonancia dentro de un grupo se me debería reconocer dicho papel como interlocutor especial de la minoría en cuestión.
Por otro lado, y situándonos ahora en un contexto mayoritario, no se puede dejar de exigir que la minoría haya de aceptar su condición y tener presente su situación dentro de la democracia (con sus consecuencias implícitas). Es decir, la minoría no debe ni puede imponer sus ideales y esto porque si fuera así cualquiera podría hacerlo y la democracia simplemente se disolvería a favor de la minoría más violenta y poderosa
Sin dejar de lado esta teoría de Rawls, podríamos tratar de analizar cómo debería de ser vista la violencia en la situación que queremos crear (sin dejar de tener presente, por supuesto, que no sabemos dónde nos situamos dentro de esa sociedad). ¿Aceptaríamos el uso indiscriminado de la violencia? Seguramente todos acabaríamos por coincidir en una respuesta negativa, porque, nuestro fin es crear una sociedad con una situación justa (como ya se ha indicado), lo que excluye por completo cualquier tipo de violencia y lo que, a su vez, invalida la justificación del terrorismo. Usar la violencia supone simplemente liquidar la democracia y la política.
Una vez me dieron una definición para el término democracia, definición sencilla pero no por ello menos jugosa…”La democracia es la presencia constante de que yo puedo estar equivocado, de que yo puedo no tener razón”, definición que debería ser extensible a todos y, muy especialmente, a las minorías…en realidad, a los movimientos terroristas que en ellas se dan y que es el motivo de mi escrito.
Posiblemente, el mayo error de estos terroristas en los estados democráticos es precisamente éste, el no aceptar su condición integrada en un sistema que los engloba, la democracia. El terrorismo es provocado en estados democráticos por el rechazo (o, tal vez, la falta de presencia) de la propia situación minoritaria, lo que provoca reivindicaciones de carácter violento. Violencia fácilmente evitable si los terroristas tuvieran en cuenta sus derechos (y deberes) como ciudadanos de un estado democrático.
Por todo lo expuesto, son actos eminentemente injustificables. A lo que se le añade, además, la consecuencia fatal y final de las víctimas.

¿Cabe una solución?
Queda, por tanto, clarificada la cuestión que nos surgía en un principio: cualquier tipo de terrorismo y su violencia implícita no están en ningún caso justificados (a pesar de que nuestros esfuerzos por dar con algún elemento que invalidara esta conclusión no han sido precisamente leves).
Que el terrorismo es simplemente injustificable sería una conclusión más que adecuada (y justificada) para cerrar este escrito, pero, por desgracia, este terrorismo, al que nos venimos refiriendo hace ya varias líneas, trae consigo unas consecuencias que no deben ser pasadas por alto en ningún momento, consecuencias que no pueden ser eludidas. Me refiero, como se imaginarán, a las víctimas.
Muertos, viudos, huérfanos, tullidos, lisiados, familias incompletas, muertes y heridas irreparables,…en definitiva, personas masacradas (no existe otra calificación) por semejantes. Semejantes que, única y exclusivamente, persiguen un fin político. Semejantes que optan por sesgar vidas ajenas antes de aceptar que podrían estar equivocados. Semejantes egoístas que se creen defensores de un pueblo, aunque, en realidad, sólo destrozan vidas valiosas.
Lo peor que le puede pasar a una víctima es que no se la considere como tal. Muchas veces nos encontramos con que las justificaciones del terrorismo conllevan que las víctimas no sean víctimas sino culpables ajusticiados, gente que se lo merecía de un modo u otro, gente mala e indecente a la que los terroristas dan su justo merecido (“¡por algo los habrán matado!” se atreven a afirmar algunos). Incluso víctimas como las de Beslán no son inocentes para otros: el mero hecho de ser de los otros, de los malos, de los opresores, los convierte en culpables o en simples medios para conseguir el fin. Además, en el peor de los casos, los culpables llegan a ser los otros (y no los terroristas) porque no han impedido lo que estaba en su mano evitar. Las víctimas son siempre víctimas y en ningún caso son ajusticiados culpables por defensores del pueblo. En su carácter de víctimas éstas son absolutamente buenas y si algo malo hicieron no son los terroristas los que las han de juzgar por eso. Habría multitud de calificativos para estos hechos, pero yo sólo encuentro uno realmente adecuado…tristeza, absoluta tristeza.
Desgraciadamente, esta violencia inválida y sus desafortunadas consecuencias se han repetido, se repiten y se repetirán a lo largo de la Historia. Como señalamos al inicio, la violencia ha sido una constante histórica, en ocasiones bien vista (acudamos de nuevo a la Revolución Francesa), en otras repudiada (Beslán, 2004). Sin embargo, y esto es innegable, la violencia funciona. Aunque repudiada, la violencia es una forma “más” de obtener fines políticos y podríamos decir que en muchos casos consigue esos fines. Es por ello que no cabe optimismo, esperar un fin de la misma por muchos argumentos que demos en su contra, por muchas razones que esgrimamos. La invalidez racional del terrorismo no evita la consecución de sus objetivos. Por eso, y con permiso de Maquiavelo, a pesar de que parece que todos aceptamos la sentencia de que “el fin no justifica los medios”, la realidad es que “los medios acaban por alcanzar su fin” y no cabe esperar que desaparezcan.

Escrito presentado al concurso de ensayo filosófico Francisco Cascales. Supervisión del Profesor Catedrático de la Universidad de Murcia D. Jesús Coll.

Los senderos del terror

Introducción
1 de septiembre de 2004. Más de un millar de personas (entre padres, hijos y profesores) se dirigen al centro de enseñanza de Beslán en Osetia del Norte, Rusia, tras sus vacaciones estivales, muchos aún con la ilusión latente propia del cercano reencuentro con sus compañeros. Esa misma mañana, adultos y niños sin distinción son secuestrados por un grupo de terroristas en su propio colegio, donde son obligados a permanecer dos días sin alimentos y rodeados de explosivos. Esta historia finaliza con un saldo total de más de 350 fallecidos, de los cuales más de su mitad son menores. Por desgracia, no podemos afirmar que esta historia sea ficción, tenemos que decir que es una más de tantas…
Tras recordar un acto tan deplorable como éste, me pregunto si existe alguna posibilidad de justificar el terrorismo, si se puede establecer una relación no antagónica entre los términos terrorismo y justificación. Con el recuerdo aún vivo de tantos muertos y mutilados parece no haber posibilidad de elección, resultando casi imposible encontrar justificación a estos actos. La conclusión de que cualquier tipo de violencia ha de ser rechazada se antoja la única posible.
Pero no es tan sencilla esta cuestión. Hemos recalcado que parece no existir justificación ante la violencia y digo parece porque en ciertos casos sí que ha existido tal justificación. De hecho, la violencia puede ser constatada como una constante histórica, en ocasiones justificada y en otras no. Por ejemplo: 1789, Francia y su Revolución. ¿Quién critica tal acto? Gracias a él el pueblo fue liberado de la opresión monárquica y nobiliaria…pero esa liberación conllevó más de un gaznate pasado a guillotina. Los nobles seguro que tildaron la revolución de “terrorista”, pero hoy nadie duda de su legitimidad.


1917, Revolución Rusa. ¿Se atreve alguien a tacharla de injusta? En ningún momento, pues de nuevo el pueblo pudo zafarse de mandatarios autoritarios que ignoraban sus necesidades y problemas.
Ambos actos, aunque no son actos terroristas propiamente dichos (aunque seguro que fueron calificados como tales por quienes los sufrieron) son totalmente aceptados y, sin embargo, bien es sabido que no fueron precisamente pacíficos…
Resulta muy difícil establecer un límite entre la violencia aceptable y la que no (a la vista está); además esa frontera en muchas ocasiones no es estable y a los hechos me remito… Olimpiadas de Munich, 1972. Once atletas israelíes muertos, fallecimientos atribuidos al líder palestino Yasser Arafat, el mismo que, 22 años después, consigue el premio Nobel de la Paz.
Todos estos hechos me hacen plantearme si se podría dar verdaderamente esa justificación tan ambiguamente buscada y repudiada y dónde se podría establecer el límite de un “terrorismo válido”. Como ya hemos indicado ese límite no está claramente definido, pero para poder empezar a analizar el terrorismo y, en el caso de que existiera, su justificación, vamos a ver estos actos situados en dos contextos muy diferentes referidos al tipo de Estado, distinguiendo entre estados democráticos y en aquellos que no lo son.

El terrorismo en los estados no democráticos
La situación en los estados autoritarios o no democráticos parece enormemente más fácil de ser analizada pues, aunque pueda parecer contradictorio, son contextos menos complejos (atendiendo al tema que nos ocupa, por supuesto). Como sabemos, en este tipo de estado el pueblo no tiene voz ni voto y debe acatar sumisamente lo que su gobierno decida, quedando privado de su libertad por completo. Ante esta situación, lo que podríamos denominar la “expropiación” de la libertad personal, parece no haber otra salida excepto la violenta, pues el estado priva al ciudadano –quizá habría que decir súbdito- de su derecho a participar en la vida pública.
Podría parecer que en el caso de un estado no democrático la violencia terrorista estaría justificada pero esto no es más que mera apariencia. Parecería que, como los terroristas defienden una causa justa, entonces podrían ejercer la violencia discriminada o indiscriminadamente. Su causa justa legitimaría sus acciones terroristas Sin embargo, el hecho de que la causa por la que se lucha sea aceptable, no prueba que el terrorismo esté justificado. Pierre-Joseph Proudhon en su obra De la justicia en la Revolución y en la Iglesia afirma que “la justicia es el respeto, espontáneamente experimentado y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia que se encuentre comprometida, y a cualquier riesgo que nos exponga su defensa”. Si aplicáramos este concepto al tema que nos ocupa, veríamos que ese “respeto de la dignidad humana” queda reducido a la nada: las víctimas de este tipo de terrorismo (por muy verdugos que fueran en su pasado) son privadas de sus derechos de juicio y defensa dignos, lo que provoca que el terrorismo en estados no democráticos, aparentemente justificado, no lo esté por esa privación de derechos a las víctimas. A pesar de la elección de un medio injustificado como es la violencia, la causa en estas situaciones, generalmente, no deja de ser justa.
Ilustrémoslo con un ejemplo. El 2 de Agosto de 1968, el jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa, Melitón Manzanas, es disparado siete veces seguidas a quemarropa por un integrante de la banda terrorista ETA a la salida de su casa y pasa a convertirse en la primera víctima de una larga lista de muertes llevadas a cabo por esta banda. El que este hombre hubiera sido acusado anteriormente de una brutalidad no escasa para con sus detenidos (recordemos que nos encontramos además en una situación no democrática, la dictadura franquista), no justifica en ningún momento el acto terrorista, pues se le privó de su derecho a un juicio digno y a la posible condena que se derivaría de éste.
Una excepción a tanta violencia ante la situación de los estados autoritarios fue expuesta por Gandhi, líder de la no violencia, predicador con su ejemplo del pacifismo en la liberación de India (vivió en absoluta pobreza, rechazó diversos cargos políticos antes y después de la citada liberación…). Quizá sea difícil seguir su ejemplo en todos los casos pero no deja de ser un horizonte de paz en la resolución de los problemas y un ejemplo a seguir.

El terrorismo en los estados democráticos
Cambio de tercio. Centrémonos ahora en un sistema democrático y veamos como la situación se complica hasta límites insospechados. En el caso de los sistemas no democráticos nos habíamos centrado en la idea de que el pueblo, la mayoría, estaba oprimido y que eso ofrecía a primera vista una causa justa para poder ejercer la violencia. En contraste, parece entonces que en los estados democráticos no habría razón alguna para ejercer esa violencia de un modo justo porque el poder lo tiene el pueblo, la mayoría, y al poder ésta participar en la vida pública la violencia quedaría totalmente marginada y nunca podría ser considerada como justa. El problema es que la mera participación de los ciudadanos en política no evita que pueda haber desacuerdos y que la violencia pueda parecer estar justificada para algunos. El problema principal lo constituyen las minorías sean éstas étnicas, religiosas o políticas. El problema de las minorías es que puede haber posiciones mayoritarias dentro de ellas (dentro, a su vez, de un estado más amplio) cuyos planteamientos choquen con los de la gran mayoría y no puedan verse nunca satisfechos por la imposibilidad de tener un mayor peso específico dentro del estado. La democracia así se convertiría en un sistema de “opresión democrática” ejercida por la mayoría sobre la minoría, la cual, no ha elegido a ese grupo mayoritario ni lo reconoce como tal. Dado que siempre serán una minoría, la única salida parece ser de nuevo la violencia para poder satisfacer sus objetivos políticos.
Dejando de lado el hecho de si las minorías están realmente oprimidas o no, lo que no se seguiría de ello es que la violencia terrorista estuviera justificada. Como mucho podrían tener una causa justa que defender, pero esa causa justa no proporciona en ningún momento un derecho universal para hacer lo que nos venga en gana. Los atentados terroristas siguen siendo tan injustos como lo eran en el caso de los estados no democráticos. La víctima lo sigue siendo porque no tiene oportunidad alguna de defenderse, no tiene juicio justo y los terroristas se atribuyen el título de defensores del pueblo (a lo “Robin Hood”), los cuales, de hecho, no han sido elegidos por nadie (por cierto, tampoco existió ninguna asamblea democrática que constituyera al citado personaje como tal). Queda patente por tanto que las democracias no solucionan todos los problemas y el de las minorías es un problema complicado, pero eso no significa que éstas puedan ejercer la violencia cuando encuentren una causa justa que defender.
¿Qué hacer entonces con las minorías? ¿Cómo pueden defender éstas sus posiciones dentro de un estado más amplio? Creo que para aclarar este punto podemos adoptar el caso que John Rawls denomina como "velo de la ignorancia”, tratando de “crear” con dicho caso un contexto en el que podamos considerar una situación como justa. Esta caso nos pide que imaginemos que desconocemos por completo nuestra situación (económica, política, social…) dentro de la sociedad en la que vamos a vivir.

Mediterráneo

Que se añora y que se quiere,
que se conoce y se teme...


Soledad (II)

El Café de las Letras era el lugar en el que mataba el tiempo y, desde los últimos meses, pasaba gran parte del día. En una estrecha y sombría calle del centro de la ciudad aún se puede encontrar con esfuerzo el destartalado cartel que reza su nombre. Se había convertido en su hogar o, mejor dicho, en su refugio, ya que lo que realmente sentía era un completo desahucio, un desarraigo inmenso y una agonía infinita. Aquí desarrollaba su gran afición, sin que nadie lo importunara con desgastadas expresiones de pésame o tenues apretones de manos, rutina de la que empezaba a hartarse. ¿Volvería Ella por más que todo el mundo se pusiera de acuerdo en repetirle lo mucho que lo sentían y compadecían? Soledad.
Y, un día más, se encontraba sentado en El Café de las Letras, en el eterno reencuentro con todo lo que le oprimía y le imposibilitaba la vida. El Café era un mundo en miniatura, un universo de pobres diablos como él, que buscaban una salida a su situación, un momento de respiro. Y curiosamente lo encontraban en un ambiente tan ennegrecido y desgastado como sus propias almas. Veía a toda clase de gente, gente muy variopinta que parecía ocultar turbios sentimientos que se arremolinan en el interior y que a él le gustaba relacionar con el dolor. En el fondo, no era más que el único y pobre consuelo que le quedaba tras perderlo todo, buscar el sufrimiento en todas las personas con las que se cruzaba a lo largo del día. Era cruel, lo sabía, pero, ¿quién podía exigirle nada ahora, después de que le hubieran arrancado el sentido a su vida?
Amargura. Amargura y rutina. El asiento más apartado y oscuro del lugar, café solo, acompañado únicamente de palabras.
Y de esta manera se consumía su vida en lo que era un círculo cerrado de repetición de actos, insufriblemente monótono y sin sentido, dirigido a ninguna parte. El día transcurría entre la oficina, su casa y El Café, aunque muchas veces ni él mismo supiera en qué fase de su automática vida se encontraba en ese momento. La gente, sus amigos, su familia, tenía que reconocerlo, lo intentaban, a pesar de la despectiva negativa que sabían de antemano que recibirían. Se preocupaban por él, era cierto, pero era absurdo que lo hicieran y ellos no lo comprendían. Si no le quedaba vida, no entendía por qué tenía que esforzarse en sonreír, salir, hacer algún plan distinto…Ellos hablaban de superarlo, continuar, aceptar. No entendían nada, no sabían ni remotamente cómo se sentía. Había quedado reducido a un espectro, todo se lo había llevado Ella. Cuando uno se entrega a alguien, no se da cuenta de lo que realmente supone esa donación, hasta que tu otro yo desaparece y tu yo verdadero queda amputado y sangrante, sin que quepa solución. Alguien le había dicho que el amor siempre va unido al dolor, irremediablemente. No recordaba quién se lo había dicho ni en qué momento, pero sí que había pensado que era una completa idiotez. Debió entonces asumir la mayor, por lo que pudiera pasar, pero llegó tarde al conocimiento de esa gran verdad.
Una tarde más, anclado sin remedio en la mesa que parecía exclusivamente reservada para él, tal vez por su expresión o sus modales que parecían decir no te acerques a mí, se encontraba en su Café. De repente, sucedió. Resplandor. Una especie de ángel, una otra Ella ha entrado en El Café de las Letras, infundiéndole un soplo de aire, después de tantos meses sin respirar, y librándolo de su asfixia por un momento. ¿Sueño? No lo sabía. Esos ojos verdes que portaban la primavera en ellos difícilmente podían ser reales. Incertidumbre.
Esa presencia súbita e imprevista en el Café lo había dejado totalmente confuso. Y, es que, sin quererlo, sin buscarlo, comenzaba a sentir de nuevo. No sabía por qué, pero la vida volvía repentinamente a él.
Noche tras noche, soñaba con ella, con esos ojos que irradiaban verde y esperanza. Día tras día, volvía a El Café de las Letras, matando las horas y su desazón con ellas, pero ya no era por las palabras, ni siquiera por Ella. Ahora existía algo más, ella.
Una ella en minúsculas, no como la mujer que acababa de perder, pero no por ello menos valiosa. Sentía que había encontrado a alguien que podía estar a la altura de su difunta esposa. Alguien que no solo llenaba el vacío que Ella dejo tras de sí, si no que lo hacía desaparecer por completo. El haz de luz que parecía entrever se ocultaba de golpe. Remordimientos.
Aquél día se despertó con una corazonada. Y notó algo muy diferente a todo lo que le atormentaba desde que la había visto en el Café. De repente, sintió paz, tranquilidad. Comprendió que Ella lo perdonaba y que él podía rehacer su vida, sin ser un traidor ni un tirano que mancha el recuerdo de lo que un día fue. Por primera vez en mucho tiempo se miró al espejo y, aunque no le gustó lo que vio reflejado, o, tal vez, precisamente por eso, decidió poner fin a su dejadez.
Se había levantado temprano, dispuesto a pasar el resto del día en el que había sido su hogar en los últimos meses, dispuesto a encontrarse con ella. Necesitaba oír su voz, saber su nombre, conocerla. No sabía por qué, simplemente lo sentía y las palabras brotaban. Verde. Esperanza. Fe.
Entró atropelladamente, cuando casi ni habían abierto. Esta vez se sentó en la mesa más cercana a la puerta, expectante, en primera fila, como el buen estudiante que nunca había sido.
No podía mantenerse calmado. Se acercó a la barra y pidió. Esta vez, un chocolate caliente. Se sentó en el lugar que había escogido ese día, incómodo no tanto por la novedad de su ubicación como por el rumbo que su vida tomaba, aún incierto.
Abstraído con la única distracción que había podido encontrar después de pasar varias horas más sentado, absorto en la lectura del periódico del día anterior, no escuchó la campanilla de la puerta, que anunciaba la venida de un nuevo visitante.
Sin embargo, levantó la cabeza a tiempo justo para admirar una vez más a la portadora de los ojos esmeralda, el único punto de luz que aún titilaba vacilante en lo más profundo de su ser.
En ese momento, alguien pronunció su nombre y el Cielo se abrió al son de esa voz:
-¡Sole!- llamó su anónimo benefactor.
No podía creerlo. Después de meses atrapado en la vorágine de su propia vida, llegaba a la calma que sigue a la tormenta. Definitivamente, nunca existió una palabra mejor para él. Soledad.

Soledad

Soledad. Era la palabra que mejor lo definía, que lo acompañaba día y noche, que le recordaba a qué había quedado reducida su vida ahora que todo había pasado, y por la que no podía evitar sentir un impulso que lo atraía y repelía intermitentemente. Soledad. Atracción y repulsión. Había contado con mucho tiempo para pensar en los últimos meses. Un tiempo que parecía haberse decidido a ir a un ritmo más lento que el normal, haciéndose excesivamente eterno, y aumentando su agonía con su paso lento. Un tiempo gris e incoloro, vacío y repleto de dolor, insulso y con gusto a podredumbre. ¿Podredumbre? Sí. La de Ella y, con ésta, la de su vida, que se descomponía sin que él pudiera o quisiera evitarlo, sin que ni siquiera se lo planteara.
Soledad. Esa era su palabra, la de su momento, la que mejor describía cómo había quedado su vida, todo él, tras su marcha. Lo que le había pasado a él (o, más bien, a Ella) era algo muy común, completamente normal, que sucedía a diario, algo que ya formaba parte de su vida desde antes pues siempre había estado ahí. Sin embargo ninguna novela, noticia o película habían podido mostrarle hasta la fecha lo que de verdad significaba esa realidad y lo que trae consigo. Había pasado ya por esta situación otras veces, con la diferencia de que entonces se confundía con la muchedumbre que rodea la situación o ejercía un papel secundario de amigo fiel que trata de cerrar la herida que a otro se le había abierto. Pero cuando te toca a ti, cuando de verdad estás completamente roto, desgarrado por dentro es cuando entiendes el sentido de muchas cosas. El conocimiento acompaña a la experiencia. Irónico, porque en ese momento nada más te importa, aparte de sumirte en tu dolor y hundirte, enterrándote en vida en él.
Desde que Ella había muerto, había tenido mucho tiempo para pensar. Multitud de pensamientos ocupaban su tiempo y mente, era la única compañía que le quedaba después de que le hubieran arrebatado lo que más apreciaba en este mundo. Pensar era algo que hacía ya antes muy a menudo, antes de que Ella se fuera. El gusto por la reflexión había desembocado en una vieja y curiosa afición, que duraba ya. Las palabras. No podía negar que era un hombre de letras como algunos gustaban decir. Una afición que inició mucho tiempo atrás sin que pudiera imaginarse que acabaría por ser su clavo ardiendo. Y era la única distracción que ahora ocupaba sus horas, aunque ni de lejos se acercaba a abstraerlo por un momento del inmenso vació que sufría.
Sí, le gustaban las palabras y le gustaba describir, describir con ellas. Pero de un modo muy peculiar. Unía cada momento con una sola palabra. Una palabra que lo llenara de sentido y que lo definiera, reflejando toda su esencia y congelando para siempre lo que ese instante suponían para él.
En ocasiones no era nada fácil decidirse por la palabra correcta. Cuanto más trascendente fuera un momento, más tardaba en dar con una palabra que lo mereciera. Después de que Ella se marchara, le estuvo dando vueltas durante mucho tiempo. Quería, necesitaba encontrar esa palabra que recogiera de un solo golpe todo el dolor que en él se acumulaba. Una palabra que contuviera todo el sentimiento que a él le sobraba, con el que no podía cargar ni un minuto más. Era una actividad que lo entretenía y, aunque inevitable y paradójicamente, pensaba en Ella, lo aliviaba por un fugaz momento del inmenso abismo que la muerte deja tras de sí.
Muchas fueron las palabras barajadas y muchos los sentimientos encontrados, algunos surgían por primera vez a la vida. Abismo, herida, desierto, caída o silencio eran algunas de ellas. Pero ninguna como aquélla. Soledad.
Soledad. Y, sin embargo, el mundo no se paraba, seguía girando en el mismo sentido, el tiempo seguía corriendo ausente a su pérdida, los corazones latiendo y la gente amando como si Ella no hubiera muerto, como si siguiera viva infundiendo vida a su alrededor con su mera existencia. Ironía.

martes, 22 de noviembre de 2011

Hablando se entiende la gente


Resulta penoso que al escuchar el término política nos recorra por el cuerpo una sensación de pereza y apatía. El concepto de política ha perdido el sentido que realmente debería tener. Esta surge como una manera de organizar la sociedad siempre orientada hacia el interés general y, sin embargo, el panorama actual parece apuntar en otra dirección. Da la sensación de que la política ha perdido el norte. Es palpable que no se busca el interés general o el bien común. Lo más habitual es que encontremos ideas contrapuestas por parte de los distintos partidos políticos de forma sistemática sin argumentación ni razonamiento alguno. Se deja de lado el bien de la sociedad por la búsqueda del poder político en sí mismo. Solo nos hace falta ver que es cuanto más cerca estamos de las elecciones cuando los políticos parecen olvidarse más de esta oposición y centrarse casualmente en la búsqueda del interés general. En la práctica, parece que prima más la ley de la oferta y la demanda de votos de los ciudadanos que cualquier otra cosa.
La oposición sistemática de la que venimos hablando es una mala manera de entender la política. No existiría política sin debate ni desacuerdo. El debate supone libertad y el desacuerdo riqueza humana. El problema se encuentra precisamente en esa oposición por sistema, muchas veces centrada más en la ideología partidista, que busca el poder, que en lo que realmente necesite y reclame la sociedad. El modelo político ideal, independientemente de la fórmula que siga cada país, sería el de la cooperación entre partidos, orientada al interés general. Sin embargo, este es un sistema utópico, que muy pocas veces prospera, aunque ejemplo paradigmático de esta situación lo encontramos en el modelo de la Transición española. Durante ella, los partidos políticos, a pesar de las múltiples ideologías existentes, se centraron en la reconstrucción del país más que en la búsqueda del poder.
Por otro lado, sabemos ya que la política es fruto del desacuerdo, dada la riqueza humana, el factor común de esa riqueza humana, en principio, estaría en el interés general, pues todos tenemos corazón y sentimientos, ese es el motivo por el cual queremos el bien general, por ello acudimos a la democracia la cual no tiene por qué siempre estar orientada al voto. Antes del voto, y precisamente fruto del desacuerdo, se intenta llegar a un acuerdo. ¿Cómo? Discutiendo. Cada uno orienta sus argumentos a lo que uno considera lo óptimo, y lo considera como tal a través de su corazón y sus sentimientos. Si distan mucho las ideas de unos y otros es entonces cuando se recurre al voto, cuando no vale la pena seguir discutiendo sobre el tema y hay un desacuerdo total y absoluto. Sin embargo, según nuestro parecer, la figura del voto debería suprimirse cuando se tratan asuntos vitales, llegando a un acuerdo, ya que por la importancia del tema a tratar no se puede dejar en manos de este voto.
Con todo lo expuesto podemos pensar que, como la política se encuentra en manos de pocos, el resto de los ciudadanos no pintamos nada en el panorama político y social que nos rodea. Desde nuestro punto de vista pensamos que esta forma de ver las cosas es totalmente errónea. Si desde el poder las cosas se hacen mal o no todo lo bien que deseamos no podemos resignarnos sin más y tirar la toalla. Hay que tener esperanza, ser valientes y luchar por aquellas cosas en las que más creemos aunque estemos solos. La política y el bien de la sociedad no residen en las manos de los pocos gobernantes que se encuentran en el poder. Para forjar el bien de todos criticar a los que ostentan este poder no sirve absolutamente para nada. Creemos que la clave reside en hacer bien todas aquellas cosas en las que crees y por las que luchas en el ámbito que personalmente nos rodea a cada uno. Puede que lo que esto suponga en comparación con la dimensión de la sociedad sea muy poco pero puede llegar a ser muchísimo si todos luchamos por hacer las cosas bien en nuestro entorno.

Ensayo realizado conjuntamente con Gabriel Dawid y Luis Francisco Morell

sábado, 12 de noviembre de 2011

Sex everywhere


Las series americanas son, muchas veces, criticadas por la falta de contenido y su vaciedad, pero es curioso cómo podemos aprender de ellas, aunque sea por un razonamiento ad contrarium. Hemos desarrollado en el piso de estudiantes en el que vivo la costumbre de ver Friends después de comer a modo de descanso. Nos reímos muchísimo con ella. Pero el otro día me llamó la atención la manera en la que se banalizan las relaciones sexuales, como si se tratara de un hecho insignificante, cualquiera, de no más importancia que el tirar un papel a la papelera. La escena, que no contenía nada explícito, de hecho, describía como una de las protagonistas se iba a la cama en la primera cita con el hombre que acababa de dejar a su gemela. Lo que más me impresionó no es tanto el hecho, sino que se toma esta actitud como lo más normal hoy en día. En ese momento pensé: ¡ay qué ver, qué cosas tienen estos americanos! Pero luego me dije, no, por desgracia somos todos iguales. Es cierto que puede establecerse una diferencia entre el modo americano y el nuestro. Como ya he dicho, la serie no contiene para nada escenas explícitas, únicamente conversaciones, comentarios…Sin embargo detrás de esa “ingenuidad” o, tal vez, simpleza que caracteriza al género yankee late lo mismo que en la mayoría de películas del ámbito nacional, vergonzosamente reconocidas por la cantidad de “carne” que muestran. Es la erotización más absoluta, el despojo radical del sentido que el acto sexual tiene.
Este es un botón de muestra casi insignificante. El ámbito en el que, en mi opinión, se hace verdaderamente palpable es en el de los medios de comunicación y tiene una particular importancia en el de la publicidad. Hace poco me contaban de un concurso que buscaba la creación de una campaña publicitaria, uno de los requisitos era no incluir ningún tipo de connotación erótico-sexual, pues se buscaba premiar el ingenio y no el recurso más fácil. Otro ejemplo que aún me descoloca: un anuncio de un producto de limpieza, en el que te enteras de todo excepto de qué es lo que se está anunciando. ¿Alguien me puede explicar la relación entre quitar la grasa de la cocina y la intimidad de una pareja? A estos extremos estamos llegando.
El problema que trae esta visión del sexo es que no es un concepto aislado, sino que se extiende a otras concepciones, pudiendo llegar a dañar la dignidad de la persona, en concreto, la de la mujer. El factor sexual por regla general, admitámoslo, ejerce un influjo mayor en el hombre que en la mujer. Puesto que es esta el objeto de deseo (y digo objeto con todo su significado, pues en estos casos la mujer no es entendida en toda su grandeza como persona, sino como elemento sexual), es esta la que queda expuesta, y dañada, en su intimidad y dignidad. Y no es irrelevante, se crea en las mentalidades una concepción de la mujer que no está a la altura de lo que toda persona merece y que, afortunadamente, no muchas están dispuestas a aceptar. Este es, en ocasiones, el origen de la mujer pantera, que tanto dio que hablar en clase.
En definitiva, entre la mojigatería que satirizaba la parodia-canción del “Amo a Laura pero esperaré hasta el matrimonio…” y el embrutecimiento más bajo del humano, que pretenda reducir toda la realidad al sexo, existe un punto medio, fácilmente alcanzable con el uso del sentido común y partiendo del valor inmenso que intrínsecamente va unido a cada persona.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Mejor de las antiguas...


“Mamá, no me importa que no seas una madre moderna, prefiero que seas de las antiguas”. Mi hermano Álvaro, a sus 14 años, es todo un filósofo. Esta frase se la dijo a mi madre hace ya unos años, refiriéndose a una situación que había visto por la calle. Mujer y madre, de aspecto e indumentaria juvenil hablando por el móvil mientras calla a su hijo, que trata de contarle algo. El hecho podría quedar en una mera anécdota, un despiste de la señora, una situación cómica mal entendida si no fuera porque se repiten numerosamente y de manera análoga a la descrita, en diversas variantes, momentos muy parecidos.
La frasecita de mi hermano que, con el desparpajo que tiene, quedó únicamente en unas cuantas risas de sobremesa, tiene, a mi modo de ver mucho más trasfondo. Me parece que es fiel reflejo de la sociedad en la que vivimos. Y me explico. No es el hecho en concreto sino la multitud de carencias que del mismo se pueden extraer y que son aplicables a la sociedad “más avanzada” como nos gusta autodefinirnos.
Falta de comunicación, inmadurez, irresponsabilidad, ausencia de educación, carencias afectivas, desunión familiar, poco respeto… Es lo que se me viene a la cabeza ante la citada alegoría, y, que me perdone la señora, porque esto no pretende ser en ningún momento un juicio particular contra ella, pero sí una crítica a la sociedad. Sociedad que se dice avanzada y en la que falta comunicación y sobran medios. Sociedad que se considera democrática y que se caracteriza por el juego de intereses. Sociedad que se autoproclama justa y se olvida siempre de los más desfavorecidos. Sociedad que se considera libre y acaba por encerrar al hombre en su propio egoísmo. Sociedad en la que se cuidan la superficie, pero lo que haya dentro no interesa a casi nadie.
Sé que me pueden tachar de negativa, asumo el riesgo. Pero es un tema que realmente me parece preocupante. No veo por ningún lado el problema de que el hombre se desarrolle, invente, cree, se expanda, avance…Pero no entiendo que se pierda todo lo que debe servir de base a ese desarrollo, que se olviden los valores tradicionales, las virtudes y que nos quedemos en la mera técnica, que los padres sean ahora colegas en vez de modelos a seguir, que cada cual tenga que “ir a su bola” porque, sino, se siente oprimido, que prevalezca el culto del cuerpo en vez del alma, que todo sea consumismo, tecnología y banalidad. El avance es muy positivo en sí mismo, pero si por cada paso que damos retrocedemos dos, el balance se nos queda en números rojos.
Es por eso que me gustaría hacer un llamamiento a no olvidar todo lo que de experiencia ha obtenido el ser humano a lo largo de la Historia. Hemos de abrazar la técnica y el avance con una mano, mientras que con la otra no soltamos el saber acumulado para así no caer en la dominación de lo que inicialmente iba a ser nuestro dominio. Sería una pena que el desarrollo se convierta en un retroceso tan marcado. Supone un alto precio a pagar por obtener una sociedad desarrollada.
¿De verdad estamos dispuestos a caer en semejante sinsentido?

Amistad


Juventud. Y enseguida salen a relucir muchas quejas, inconveniencias y peros. Muchas horas de tiempo, televisión y libros dedicados a ella. Ejemplo reciente y, personalmente, impactante es la serie británica Skins, donde no pueden faltar, por supuesto, temas tan recurrentes y enlazados tópicamente a la juventud como son las drogas o el sexo (añadiría el rock and roll pero creo que esto quedó atrás hace ya alguna década). No he tenido la ocasión ni el estómago de dedicar más de una hora de mi vida a la citada producción, pero transmite de manera negra, burda, insensible, impúdica y grotesca la visión que se tiene de las relaciones en la juventud actual. Y hablo de relaciones en un sentido amplio, particularmente, me gustaría centrarme en la amistad.
Amistad y juventud. Pufff…eso suena a hacerse el gallito si eres un chico y a compartir ropa en el caso de las féminas, a ¿tienes un piti?, y a botellón. No, no, amistad y juventud de verdad. Pufff…Creo, y me parecen que pocos no coincidirán conmigo, que la amistad es un tipo de amor. Lo cual conlleva, al fin y al cabo, una entrega, un desapego de lo propio, un interés desinteresado, un sacrificio y un desvelo por alguien que, bien mirado, ni es ni muy probablemente será parte de tu familia. ¿Entonces por qué? ¿Por qué gastar las energías en alguien a quien no estoy vinculado de ningún modo? ¿Por qué si sólo traerá probablemente disgustos, dolor de cabeza y muchos problemas? Sencillo. Porque lo necesitamos. El ser humano lo requiere, necesita darse, salirse de sí mismo y dejar de mirarse el ombligo por algún tiempo, para así poder elevarse y desarrollarse como persona.
Y es aquí donde me parece que radican muchos de los problemas de la gente joven, precisamente: el egocentrismo y la falta de amistades verdaderas, en la mayoría de los casos, indisolublemente unidos. Aunque creo que hay un punto que es el pilar de ambos. La gente joven no sabe querer bien. Y no sabe querer porque se quiere a sí misma, porque se busca el propio beneficio, porque muchas veces el resto de personas son medios más que fines para el disfrute personal. Y lo peor de todo es que, en la mayoría de los casos, no existe maldad, únicamente desconocimiento, falta de valores. Si esto fuera un delito, no encontraríamos dolo, ni siquiera imprudencia, sino un error invencible con consecuencias funestas.
Formación, valores, desarrollo…parece entonces que todo puede reducirse a eso. No hablo de una corriente ni religión ni ideología en concreto, hablo de lo más básico, los valores imprescriptibles e inmutables, que soportan las embestidas de las guerras, revoluciones y cambios de culturas, gobiernos y pensamientos. Es sobradamente conocido, pero nunca está de más recordar, que Aristóteles ya lo anticipaba cuando decía que el ser humano es social por naturaleza. Y de eso hace ya veinticinco siglos, que se dice pronto.
El otro día en clase se nos decía que sufrimos una dolorosa sensación de soledad. También se nos acusó de pasotas, volubles y pasivos. Aún estamos a tiempo de arreglarlo. De ver nuestros propios errores y el egocentrismo que nos invade. De elevarnos por encima de nuestros problemas y centrarnos en los demás. De saber qué es una amistad sincera. Para que no se diga mañana que la juventud del ayer no supo querer.

Intimidad


Intimidad. Eso es lo que el profesor nos ha puesto como reto esta semana. Y digo reto porque para mí es lo que supone. Tenemos que preparar una autobiografía. Mi primer pensamiento: no pienso hablar de mí. Estamos ante una asignatura que nos ayuda a pensar y desarrollarnos, se supone. Me han timado. Ahora resulta que tengo que hablar de mí, presentarme y, para colmo, colgar en un blog el resultado. ¿Qué será lo siguiente? ¿Un programa de cotilleo el sábado por la noche? En fin, que tengo que intentarlo, no me queda otra. Pero advierto al lector desde ya que encontrará en su camino retóricas frases con segundas intenciones y muchos significados ocultos, accesibles a muy pocos.
Comenzaré hablando, ya que me veo en la obligación de exponer la mía, de qué supone para mí la intimidad. Porque el otro día se nos dijo que era lo más interior, aquello que subyace en lo más profundo de la persona. Hasta ahí bien. Pero a continuación el profesor nos habló de aprender a exteriorizarla, a sacar y compartir lo que llevamos dentro. Discrepo. Creo sinceramente que la intimidad es eso, íntimo, personal, intransferible y, en muchos casos indescriptible. Es una realidad de un valor inmenso, tanto como la persona a la que pertenece. Como todo objeto valioso ha de ser cuidado y tratado “como oro en paño”, que dice mi madre. Por eso creo que no es una realidad a compartir. Si se airea, si se vocifera a los cuatro vientos, pierde todo su sentido y esencia, en ese mismo momento deja de ser tu intimidad. El secreto que se cuenta ya no es secreto, ¿no? Pues aquí igual.
Ahora bien, con esto no quiero decir que el lector esté ante el escrito de una piedra, que ni siente ni padece (aunque me hayan llegado a apodar como rock woman). La intimidad es perfectamente compartible, con la persona adecuada, eso sí. Todo el mundo siente la necesidad en algún momento de desahogarse, de compartir de algún modo el peso que pueda llevar encima y hacerlo así más ligero, pero cuanto más personal sea el sentimiento que nos invada, más inaccesible y oculto se encontrará, a mi parecer.
Muy bien, se dirá. A mí me habían prometido una biografía. Ahora el timado soy yo. Se equivoca, querido lector, si bien le puedo conceder que se encuentre más bien ante una anti-autobiografía. Pero, en cualquier caso, esta redacción podía consistir de una sola palabra que definiera a la persona. Y me parece que está claro. “El que tenga oídos, que oiga”.