martes, 29 de noviembre de 2011

Soledad (II)

El Café de las Letras era el lugar en el que mataba el tiempo y, desde los últimos meses, pasaba gran parte del día. En una estrecha y sombría calle del centro de la ciudad aún se puede encontrar con esfuerzo el destartalado cartel que reza su nombre. Se había convertido en su hogar o, mejor dicho, en su refugio, ya que lo que realmente sentía era un completo desahucio, un desarraigo inmenso y una agonía infinita. Aquí desarrollaba su gran afición, sin que nadie lo importunara con desgastadas expresiones de pésame o tenues apretones de manos, rutina de la que empezaba a hartarse. ¿Volvería Ella por más que todo el mundo se pusiera de acuerdo en repetirle lo mucho que lo sentían y compadecían? Soledad.
Y, un día más, se encontraba sentado en El Café de las Letras, en el eterno reencuentro con todo lo que le oprimía y le imposibilitaba la vida. El Café era un mundo en miniatura, un universo de pobres diablos como él, que buscaban una salida a su situación, un momento de respiro. Y curiosamente lo encontraban en un ambiente tan ennegrecido y desgastado como sus propias almas. Veía a toda clase de gente, gente muy variopinta que parecía ocultar turbios sentimientos que se arremolinan en el interior y que a él le gustaba relacionar con el dolor. En el fondo, no era más que el único y pobre consuelo que le quedaba tras perderlo todo, buscar el sufrimiento en todas las personas con las que se cruzaba a lo largo del día. Era cruel, lo sabía, pero, ¿quién podía exigirle nada ahora, después de que le hubieran arrancado el sentido a su vida?
Amargura. Amargura y rutina. El asiento más apartado y oscuro del lugar, café solo, acompañado únicamente de palabras.
Y de esta manera se consumía su vida en lo que era un círculo cerrado de repetición de actos, insufriblemente monótono y sin sentido, dirigido a ninguna parte. El día transcurría entre la oficina, su casa y El Café, aunque muchas veces ni él mismo supiera en qué fase de su automática vida se encontraba en ese momento. La gente, sus amigos, su familia, tenía que reconocerlo, lo intentaban, a pesar de la despectiva negativa que sabían de antemano que recibirían. Se preocupaban por él, era cierto, pero era absurdo que lo hicieran y ellos no lo comprendían. Si no le quedaba vida, no entendía por qué tenía que esforzarse en sonreír, salir, hacer algún plan distinto…Ellos hablaban de superarlo, continuar, aceptar. No entendían nada, no sabían ni remotamente cómo se sentía. Había quedado reducido a un espectro, todo se lo había llevado Ella. Cuando uno se entrega a alguien, no se da cuenta de lo que realmente supone esa donación, hasta que tu otro yo desaparece y tu yo verdadero queda amputado y sangrante, sin que quepa solución. Alguien le había dicho que el amor siempre va unido al dolor, irremediablemente. No recordaba quién se lo había dicho ni en qué momento, pero sí que había pensado que era una completa idiotez. Debió entonces asumir la mayor, por lo que pudiera pasar, pero llegó tarde al conocimiento de esa gran verdad.
Una tarde más, anclado sin remedio en la mesa que parecía exclusivamente reservada para él, tal vez por su expresión o sus modales que parecían decir no te acerques a mí, se encontraba en su Café. De repente, sucedió. Resplandor. Una especie de ángel, una otra Ella ha entrado en El Café de las Letras, infundiéndole un soplo de aire, después de tantos meses sin respirar, y librándolo de su asfixia por un momento. ¿Sueño? No lo sabía. Esos ojos verdes que portaban la primavera en ellos difícilmente podían ser reales. Incertidumbre.
Esa presencia súbita e imprevista en el Café lo había dejado totalmente confuso. Y, es que, sin quererlo, sin buscarlo, comenzaba a sentir de nuevo. No sabía por qué, pero la vida volvía repentinamente a él.
Noche tras noche, soñaba con ella, con esos ojos que irradiaban verde y esperanza. Día tras día, volvía a El Café de las Letras, matando las horas y su desazón con ellas, pero ya no era por las palabras, ni siquiera por Ella. Ahora existía algo más, ella.
Una ella en minúsculas, no como la mujer que acababa de perder, pero no por ello menos valiosa. Sentía que había encontrado a alguien que podía estar a la altura de su difunta esposa. Alguien que no solo llenaba el vacío que Ella dejo tras de sí, si no que lo hacía desaparecer por completo. El haz de luz que parecía entrever se ocultaba de golpe. Remordimientos.
Aquél día se despertó con una corazonada. Y notó algo muy diferente a todo lo que le atormentaba desde que la había visto en el Café. De repente, sintió paz, tranquilidad. Comprendió que Ella lo perdonaba y que él podía rehacer su vida, sin ser un traidor ni un tirano que mancha el recuerdo de lo que un día fue. Por primera vez en mucho tiempo se miró al espejo y, aunque no le gustó lo que vio reflejado, o, tal vez, precisamente por eso, decidió poner fin a su dejadez.
Se había levantado temprano, dispuesto a pasar el resto del día en el que había sido su hogar en los últimos meses, dispuesto a encontrarse con ella. Necesitaba oír su voz, saber su nombre, conocerla. No sabía por qué, simplemente lo sentía y las palabras brotaban. Verde. Esperanza. Fe.
Entró atropelladamente, cuando casi ni habían abierto. Esta vez se sentó en la mesa más cercana a la puerta, expectante, en primera fila, como el buen estudiante que nunca había sido.
No podía mantenerse calmado. Se acercó a la barra y pidió. Esta vez, un chocolate caliente. Se sentó en el lugar que había escogido ese día, incómodo no tanto por la novedad de su ubicación como por el rumbo que su vida tomaba, aún incierto.
Abstraído con la única distracción que había podido encontrar después de pasar varias horas más sentado, absorto en la lectura del periódico del día anterior, no escuchó la campanilla de la puerta, que anunciaba la venida de un nuevo visitante.
Sin embargo, levantó la cabeza a tiempo justo para admirar una vez más a la portadora de los ojos esmeralda, el único punto de luz que aún titilaba vacilante en lo más profundo de su ser.
En ese momento, alguien pronunció su nombre y el Cielo se abrió al son de esa voz:
-¡Sole!- llamó su anónimo benefactor.
No podía creerlo. Después de meses atrapado en la vorágine de su propia vida, llegaba a la calma que sigue a la tormenta. Definitivamente, nunca existió una palabra mejor para él. Soledad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario