martes, 29 de noviembre de 2011

Soledad

Soledad. Era la palabra que mejor lo definía, que lo acompañaba día y noche, que le recordaba a qué había quedado reducida su vida ahora que todo había pasado, y por la que no podía evitar sentir un impulso que lo atraía y repelía intermitentemente. Soledad. Atracción y repulsión. Había contado con mucho tiempo para pensar en los últimos meses. Un tiempo que parecía haberse decidido a ir a un ritmo más lento que el normal, haciéndose excesivamente eterno, y aumentando su agonía con su paso lento. Un tiempo gris e incoloro, vacío y repleto de dolor, insulso y con gusto a podredumbre. ¿Podredumbre? Sí. La de Ella y, con ésta, la de su vida, que se descomponía sin que él pudiera o quisiera evitarlo, sin que ni siquiera se lo planteara.
Soledad. Esa era su palabra, la de su momento, la que mejor describía cómo había quedado su vida, todo él, tras su marcha. Lo que le había pasado a él (o, más bien, a Ella) era algo muy común, completamente normal, que sucedía a diario, algo que ya formaba parte de su vida desde antes pues siempre había estado ahí. Sin embargo ninguna novela, noticia o película habían podido mostrarle hasta la fecha lo que de verdad significaba esa realidad y lo que trae consigo. Había pasado ya por esta situación otras veces, con la diferencia de que entonces se confundía con la muchedumbre que rodea la situación o ejercía un papel secundario de amigo fiel que trata de cerrar la herida que a otro se le había abierto. Pero cuando te toca a ti, cuando de verdad estás completamente roto, desgarrado por dentro es cuando entiendes el sentido de muchas cosas. El conocimiento acompaña a la experiencia. Irónico, porque en ese momento nada más te importa, aparte de sumirte en tu dolor y hundirte, enterrándote en vida en él.
Desde que Ella había muerto, había tenido mucho tiempo para pensar. Multitud de pensamientos ocupaban su tiempo y mente, era la única compañía que le quedaba después de que le hubieran arrebatado lo que más apreciaba en este mundo. Pensar era algo que hacía ya antes muy a menudo, antes de que Ella se fuera. El gusto por la reflexión había desembocado en una vieja y curiosa afición, que duraba ya. Las palabras. No podía negar que era un hombre de letras como algunos gustaban decir. Una afición que inició mucho tiempo atrás sin que pudiera imaginarse que acabaría por ser su clavo ardiendo. Y era la única distracción que ahora ocupaba sus horas, aunque ni de lejos se acercaba a abstraerlo por un momento del inmenso vació que sufría.
Sí, le gustaban las palabras y le gustaba describir, describir con ellas. Pero de un modo muy peculiar. Unía cada momento con una sola palabra. Una palabra que lo llenara de sentido y que lo definiera, reflejando toda su esencia y congelando para siempre lo que ese instante suponían para él.
En ocasiones no era nada fácil decidirse por la palabra correcta. Cuanto más trascendente fuera un momento, más tardaba en dar con una palabra que lo mereciera. Después de que Ella se marchara, le estuvo dando vueltas durante mucho tiempo. Quería, necesitaba encontrar esa palabra que recogiera de un solo golpe todo el dolor que en él se acumulaba. Una palabra que contuviera todo el sentimiento que a él le sobraba, con el que no podía cargar ni un minuto más. Era una actividad que lo entretenía y, aunque inevitable y paradójicamente, pensaba en Ella, lo aliviaba por un fugaz momento del inmenso abismo que la muerte deja tras de sí.
Muchas fueron las palabras barajadas y muchos los sentimientos encontrados, algunos surgían por primera vez a la vida. Abismo, herida, desierto, caída o silencio eran algunas de ellas. Pero ninguna como aquélla. Soledad.
Soledad. Y, sin embargo, el mundo no se paraba, seguía girando en el mismo sentido, el tiempo seguía corriendo ausente a su pérdida, los corazones latiendo y la gente amando como si Ella no hubiera muerto, como si siguiera viva infundiendo vida a su alrededor con su mera existencia. Ironía.

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