martes, 29 de noviembre de 2011

Los senderos del terror (II)

Partiendo de este punto, centrándonos en los conceptos de mayoría-minoría y desconociendo dónde nos englobamos, vamos a tratar de establecer unos principios mínimos que han de ser respetados por ambos grupos y que deben asegurar los derechos de todos.
Ante el total desconocimiento de nuestra situación y poniéndonos primeramente en el punto de vista de la minoría, se podría establecer una máxima (indiscutible) que exigiera el máximo respeto de la mayoría hacia la minoría, atendiendo a nuestra condición. Esta máxima, junto con el consabido estado democrático, conllevaría indudablemente derechos para todos (incluyéndonos) tales como la libertad de expresión, el derecho a manifestación, defensa de los ideales políticos, el derecho a convencer a los demás de dichos ideales... Nadie podría perjudicarme por el hecho de ser una minoría y si mi voz tiene especial resonancia dentro de un grupo se me debería reconocer dicho papel como interlocutor especial de la minoría en cuestión.
Por otro lado, y situándonos ahora en un contexto mayoritario, no se puede dejar de exigir que la minoría haya de aceptar su condición y tener presente su situación dentro de la democracia (con sus consecuencias implícitas). Es decir, la minoría no debe ni puede imponer sus ideales y esto porque si fuera así cualquiera podría hacerlo y la democracia simplemente se disolvería a favor de la minoría más violenta y poderosa
Sin dejar de lado esta teoría de Rawls, podríamos tratar de analizar cómo debería de ser vista la violencia en la situación que queremos crear (sin dejar de tener presente, por supuesto, que no sabemos dónde nos situamos dentro de esa sociedad). ¿Aceptaríamos el uso indiscriminado de la violencia? Seguramente todos acabaríamos por coincidir en una respuesta negativa, porque, nuestro fin es crear una sociedad con una situación justa (como ya se ha indicado), lo que excluye por completo cualquier tipo de violencia y lo que, a su vez, invalida la justificación del terrorismo. Usar la violencia supone simplemente liquidar la democracia y la política.
Una vez me dieron una definición para el término democracia, definición sencilla pero no por ello menos jugosa…”La democracia es la presencia constante de que yo puedo estar equivocado, de que yo puedo no tener razón”, definición que debería ser extensible a todos y, muy especialmente, a las minorías…en realidad, a los movimientos terroristas que en ellas se dan y que es el motivo de mi escrito.
Posiblemente, el mayo error de estos terroristas en los estados democráticos es precisamente éste, el no aceptar su condición integrada en un sistema que los engloba, la democracia. El terrorismo es provocado en estados democráticos por el rechazo (o, tal vez, la falta de presencia) de la propia situación minoritaria, lo que provoca reivindicaciones de carácter violento. Violencia fácilmente evitable si los terroristas tuvieran en cuenta sus derechos (y deberes) como ciudadanos de un estado democrático.
Por todo lo expuesto, son actos eminentemente injustificables. A lo que se le añade, además, la consecuencia fatal y final de las víctimas.

¿Cabe una solución?
Queda, por tanto, clarificada la cuestión que nos surgía en un principio: cualquier tipo de terrorismo y su violencia implícita no están en ningún caso justificados (a pesar de que nuestros esfuerzos por dar con algún elemento que invalidara esta conclusión no han sido precisamente leves).
Que el terrorismo es simplemente injustificable sería una conclusión más que adecuada (y justificada) para cerrar este escrito, pero, por desgracia, este terrorismo, al que nos venimos refiriendo hace ya varias líneas, trae consigo unas consecuencias que no deben ser pasadas por alto en ningún momento, consecuencias que no pueden ser eludidas. Me refiero, como se imaginarán, a las víctimas.
Muertos, viudos, huérfanos, tullidos, lisiados, familias incompletas, muertes y heridas irreparables,…en definitiva, personas masacradas (no existe otra calificación) por semejantes. Semejantes que, única y exclusivamente, persiguen un fin político. Semejantes que optan por sesgar vidas ajenas antes de aceptar que podrían estar equivocados. Semejantes egoístas que se creen defensores de un pueblo, aunque, en realidad, sólo destrozan vidas valiosas.
Lo peor que le puede pasar a una víctima es que no se la considere como tal. Muchas veces nos encontramos con que las justificaciones del terrorismo conllevan que las víctimas no sean víctimas sino culpables ajusticiados, gente que se lo merecía de un modo u otro, gente mala e indecente a la que los terroristas dan su justo merecido (“¡por algo los habrán matado!” se atreven a afirmar algunos). Incluso víctimas como las de Beslán no son inocentes para otros: el mero hecho de ser de los otros, de los malos, de los opresores, los convierte en culpables o en simples medios para conseguir el fin. Además, en el peor de los casos, los culpables llegan a ser los otros (y no los terroristas) porque no han impedido lo que estaba en su mano evitar. Las víctimas son siempre víctimas y en ningún caso son ajusticiados culpables por defensores del pueblo. En su carácter de víctimas éstas son absolutamente buenas y si algo malo hicieron no son los terroristas los que las han de juzgar por eso. Habría multitud de calificativos para estos hechos, pero yo sólo encuentro uno realmente adecuado…tristeza, absoluta tristeza.
Desgraciadamente, esta violencia inválida y sus desafortunadas consecuencias se han repetido, se repiten y se repetirán a lo largo de la Historia. Como señalamos al inicio, la violencia ha sido una constante histórica, en ocasiones bien vista (acudamos de nuevo a la Revolución Francesa), en otras repudiada (Beslán, 2004). Sin embargo, y esto es innegable, la violencia funciona. Aunque repudiada, la violencia es una forma “más” de obtener fines políticos y podríamos decir que en muchos casos consigue esos fines. Es por ello que no cabe optimismo, esperar un fin de la misma por muchos argumentos que demos en su contra, por muchas razones que esgrimamos. La invalidez racional del terrorismo no evita la consecución de sus objetivos. Por eso, y con permiso de Maquiavelo, a pesar de que parece que todos aceptamos la sentencia de que “el fin no justifica los medios”, la realidad es que “los medios acaban por alcanzar su fin” y no cabe esperar que desaparezcan.

Escrito presentado al concurso de ensayo filosófico Francisco Cascales. Supervisión del Profesor Catedrático de la Universidad de Murcia D. Jesús Coll.

1 comentario:

  1. No comparto la visión pesimista del final, pero de cualquier modo chapeau, sobre todo teniendo en cuenta la edad que tenías :)

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